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PRESENTACIÓN DEL CARTEL DEL CORPUS CHRISTI 2016

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El miércoles 4 de mayo se presentaba el cartel anunciador de la solemnidad del Corpus Christi 2016. El acto se desarrolló en la Sala Capitular de la Catedral y corrió a cargo del Ilmo. Sr. D. Francisco Juan Martínez Rojas, Deán de la Catedral y Vicario Gneral. El diseño y fotografía del cartel es obra de D. Arturo Aragón Moriana.
 
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Texto integro de la presentación:
 
PRESENTACIÓN DEL CARTEL DEL CORPUS CHRISTI 2016
 
Sala Capitular de la S. I. Catedral
Jaén, 4 mayo 2016
 
Cuando el próximo 29 de mayo, la carroza del Corpus, portando el Santísimo Sacramento, enfile la nave de la epístola de la Catedral para mostrar al pueblo cristiano de Jaén al Amor de los Amores, los poderosos acordes del órgano acompañarán el canto del himno litúrgico con más raigambre en la cristiandad: el “Pange lingua”. Este conocido texto forma parte del oficio litúrgico del Corpus Christi, que compuso Santo Tomás de Aquino.
 
Desde el s. XIII, cuando el Doctor Angélico lo redactó, el pueblo cristiano ha rezado, y sobre todo cantado, una parte de ese oficio del Corpus, el himno eucarístico “Pange lingua”, una de cuyas estrofas nos ilumina y ayuda a comprender este acto de presentación del cartel anunciador de la solemnidad del Corpus Christi 2016. Dice así en su original latino:
 
“In supremae nocte coenae
recumbens cum fratribus
observata lege plene
cibis in legalibus
cibum turbae duodenae
se dat suis manibus”.
 
O dicho en español:
 
“En la noche de la cena suprema, sentado a la mesa con sus hermanos, cumplidas las reglas sobre la comida legal, se da, con sus propias manos, a sí mismo, como alimento para los Doce”.
 
La miniatura que adorna el cartel del Corpus Christi 2016 recoge perfectamente la escena narrada por el himno, que no es sino el eco versificado del relato de la institución de la Eucaristía que ofrecen los evangelios sinópticos, y San Pablo, en la primera carta a los corintios.
 
No conocemos al autor de esta obra de arte, que forma parte del libro coral que reúne la música de las fiestas de la Ascensión del Señor y del Corpus, y que se conserva en el Archivo Histórico Diocesano, en nuestra catedral. Los especialistas, sobre todo Juana Hidalgo Ogayar, lo llaman “Maestro de la vida de Cristo”, porque, durante el pontificado del cardenal Esteban Gabriel Merino, obispo de Jaén de 1523 a 1535, realizó para la catedral varios cantorales centrados todos en episodios de la vida del Señor. La datación de esta miniatura, se puede, pues, situar entre 1525 y 1535.
 
Nuestro artista, ese Maestro de la vida de Cristo, ha representado a Jesús en el centro de la mesa, rodeado por sus amigos, o hermanos, como dice el himno, en el momento preciso en que alza desmesuradamente el brazo para mostrar un trozo de pan. El pintor innominado no ha tenido la curiosidad de representar la Última Cena como hizo, por ejemplo, Leonardo da Vinci en la conocida pintura del refectorio del convento de Santa María delle Grazie, de Milán, con el desconcierto y el cuchicheo que por corros se difunde entre los discípulos cuando el Maestro anuncia que uno de ellos lo entregará. No. Eso no es lo importante de aquel banquete. Lo definitivo son las palabras del Señor: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo, tomad, bebed, ésta es mi sangre… haced esto en memoria mía”.
 
Y es que no se trata de una cena cualquiera ni de una pascua más; como canta el himno, es la cena suprema, en la que el sacrificio de la nueva alianza que se rubricará en el Calvario, se adelanta, se anticipa para que la Iglesia sepa luego cómo tiene que recordar ese misterio salvador a lo largo de los siglos, proclamando la muerte de Jesús y anunciando su resurrección hasta que el Señor vuelva. No es una cena cualquiera; es, como diría San Juan de la Cruz, “la cena que recrea y enamora” (Cántico espiritual 14). Si sustanciosos son los alimentos de la cena pascual, más sabroso es el nuevo e insólito plato que Jesús sirve. Tan divino, que es el pan de los ángeles; tan humano, que es el mismo cuerpo del Señor, su carne, que él ofrece como alimento. Así lo recuerda San Agustín: “Grandiosa es la mesa en la que los manjares son el mismo Señor de la mesa. Nadie se da a sí mismo como manjar a los invitados; esto es lo que hace Cristo el Señor; él es quien invita, él la comida y la bebida” (Sermón 329).
 
A partir de aquella noche, ya no habrá necesidad de más cordero ni verduras amargas, como recuerda el Papa emérito Benedicto XVI en su obra Jesús de Nazaret. Cristo será, en adelante, sacerdote, víctima y altar, inaugurando el culto definitivo en que gustamos su cuerpo, medicina de inmortalidad, que va más allá de la muerte y en nuestra debilidad es semilla de plenitud que nos da la esperanza de llegar algún al cielo para cantar la gloria de Dios en compañía de los ángeles: “He aquí que el Señor de los ángeles se hizo hombre para que el hombre comiera el pan de los ángeles” (S. Agustín, Sermón 225).
En esta cena no importan traiciones ni murmullos; de nada valen las cábalas que hacen los discípulos sobre el posible traidor. Lo esencial es el gesto de amor que Cristo cumple. Más allá de la debilidad de Judas, está el amor de Jesús, porque por encima de la maldad del hombre está la misericordia de Dios, y donde abunda el pecado, siempre sobreabunda la gracia de Dios.
 
Según nos dice San Juan, esa noche, habiendo amado Jesús a los suyos que estaban, en el mundo, los amó hasta el extremo. Ese amor hasta el extremo, sin límites, no hace sino llevar a plenitud la ley del Antiguo Testamento. Como dice el himno de Santo Tomás –“observata lege plene, cibis in legalibus”-, Jesús come esa última pascua habiendo observado al pie de la letra lo que manda la ley para los alimentos que se tomaban en tal ocasión. Cumple la ley, pero no se limita a eso; va mucho más allá porque la lleva a su máxima expresión. El mismo que dijo que la plenitud de la ley es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, materializa esa plenitud en el pan, de una vez para siempre y de manera irrevocable entregándose hasta la muerte, y muerte de cruz, porque ama a Dios y por ello cumple su voluntad, y porque ama al mundo y no quiere que nadie se pierda y perezca, sino que todos tengamos vida eterna.
 
Es el siervo que se entrega en perfecta obediencia, en humildad, en fidelidad a Dios y a los hombres. ¡Qué bien lo entendió S. Agustín cuando escribía: “Cuando nos entrega su cuerpo y su sangre, Cristo nos entrega su humildad” (Comentario al salmo 33, s.2,4).
 
Queremos que al contemplar este cartel, los hombres y mujeres de Jaén descubran el inmenso amor de Cristo por todos y cada uno de ellos, y se pregunten: ¿Cómo permanecer indiferentes antes tanto amor? ¿cómo quedarnos impasibles ante gesto tan revolucionario y tan innovador, tan insólito y siempre tan por contemplar y llevar a nuestra vida? Misterio de luz es la eucaristía y así quiso San Juan Pablo II que lo contemplásemos en el rezo del Santo Rosario. Misterio de amor, de amor inefable e inabarcable, que rompe las barreras del tiempo y se hace actualidad perenne cada día sobre el altar. Asombrados por este misterio, estaríamos tentados de decir con Miguel de Unamuno:
 
“Amor de Ti nos quema, blanco cuerpo;
Amor que es hambre, amor de las entrañas;
hambre de la palabra creadora
que se hizo carne; fiero amor de vida
que no se sacia con abrazos, besos,
ni con enlace conyugal alguno.
Sólo comerte nos apaga el ansia,
pan de inmortalidad, carne divina.
Nuestro amor entrañado, amor hecho hambre,
¡oh Cordero de Dios!, manjar te quiere;
quiere saber sabor de tus redaños,
comer tu corazón, y que su pulpa
como maná celeste se derrita
sobre el ardor de nuestra seca lengua;
que no es gozar en Ti; es hacerte nuestro,
carne de nuestra carne, y tus dolores
pasar para vivir muerte de vida.
Y tus brazos abriendo como en muestra
de entregarte amoroso, nos repites:
“Venid, comed, tomad: éste es mi cuerpo”.
Carne de Dios Verbo encarnado encarna
nuestra divina hambre carnal de Ti”.
 
Como recordaba el Papa emérito Benedicto XVI en el número 13 de su primera encíclica, Deus caritas est: “Jesús ha perpetuado este acto de entrega mediante la institución de la Eucaristía durante la Última Cena. Ya en aquella hora, Él anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cf. Jn 6, 31-33). Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega. La imagen de las nupcias entre Dios e Israel se hace realidad de un modo antes inconcebible: lo que antes era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre. La «mística» del Sacramento, que se basa en el abajamiento de Dios hacia nosotros, tiene otra dimensión de gran alcance y que lleva mucho más alto de lo que cualquier elevación mística del hombre podría alcanzar”.
 
La miniatura que sirve de motivo principal a este cartel tiene un centro evidente: no es la figura de Cristo ni el centro espacial de la sala donde se desarrolla la escena, o la mesa del banquete pascual. El centro, donde se dirigen nuestras miradas, es el pan levantado en alto por el Maestro. Este gesto tan expresivo, tan cargado de fuerza, casi es un anticipo del Calvario. Cuando lo contemplamos, parece recordarnos las mismas palabras de Jesús preanunciando su muerte: “Cuando yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32).
 
En el pan, que es su cuerpo, lo contemplamos colgado del madero, y nos asombramos ante la paradoja de la cruz. Lo crucificaron por odio, fruto del pecado, nosotros lo contemplamos con amor, fruto de la gracia; lo levantaron para escarnio tratándolo como un delincuente; nosotros lo miramos adorantes y, rodilla en tierra, lo reconocemos como nuestro único rey; lo colgaron para darle muerte, y para nosotros es la fuente de la Vida, vida verdadera y vida en abundancia. Ése es nuestro redentor, que con el pan en alto parece decirnos: “Venid y alimentaos; dichosos vosotros, invitados al banquete de las bodas del Cordero” (cf. Ap 19,9).
 
Quisiera fijarme en otro detalle. Jesús está sentado con sus discípulos. Está, como dice el himno, con palabras más expresivas: “recumbens cum fratribus”, recostado con sus hermanos. Una d elas notas de la fiesta del Corpus Christi es su carácter popular, eclesial. Es el pueblo de Dios en marcha que camina con su Cabeza, Cristo Eucaristía, el que une con su gracia vivificante a todos los miembros de su cuerpo. Por eso, esta fiesta, que tan hondamente ha calado en la piedad cristiana, recuerda siempre el vínculo comunitario y social, es decir, eclesial, que la Eucaristía tiene para nosotros siempre, desde el mismo momento de su institución, en la tarde-noche del Jueves Santo. Ya decía S. Agustín en el s. V: “Nadie piense haber conocido a Cristo, si no participa de su cuerpo, es decir, de su Iglesia, cuya unidad encarece el Apóstol en el misterio del pan al decir: «Siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo” (Concordancia de los evangelistas 3, 25,72).
 
Esta dimensión comunitaria hace que la Eucaristía nos permee de unidad y nos inserte en el corazón mismo de la Iglesia, esa gran cofradía universal de todos los bautizados. Como acertadamente señaló el recordado San Juan Pablo II, “el auténtico sentido de la eucaristía se convierte, de por sí, en escuela de amor activo al prójimo”. Pero para explicitar esta realidad, prefiero cederle la palabra al actual Pontífice, el Papa Francisco, quien nos recuerda que “la Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. El Señor distribuye para nosotros el pan que es su cuerpo, se hace don. Y también nosotros experimentamos la solidaridad de Dios con el hombre, una solidaridad que no se acaba jamás, una solidaridad que nunca termina de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo, la muerte. En la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, aquel del servicio, del compartir, del donarse, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si es compartido, se convierte en riqueza, porque es la potencia de Dios, que es la potencia del amor que desciende sobre nuestra pobreza para transformarla” (Homilía del Corpus Christi 2013).
 
Se trata, en definitiva, de llevar al corazón del mundo, en la vivencia cotidiana, sencilla y pobre, como pobres y sencillos son un trozo de pan y un poco de vino, el misterio del amor de Jesucristo que se entrega por nosotros. Al hilo de esta realidad, quisiera recordaros el sentido profundo que tiene la procesión del Corpus, con el testimonio de uno de los más lúcidos pensadores cristianos del s. XX, Romano Guardini: “Somos más que simples hombres. “Sois una raza divina” -nos dice la Escritura.
Nacidos de Dios, hemos adquirido una forma nueva. Cristo vive en nosotros de manera especial, gracias al Sacramento misterioso del altar: su Cuerpo está en nuestro cuerpo y su Sangre circula en nuestras venas. “Porque aquel que come mi carne y bebe mi sangre -ha dicho él mismo- mora en mí y yo en él”.
Cristo crece en nosotros, nosotros en él, siempre más profundamente, en todas las direcciones, hasta quedar en él identificados, hasta llegar a la “plenitud de Jesucristo”, hasta que él se haya formado en nosotros y hasta que todo nuestro ser y nuestras acciones: comer, dormir, orar -todo: nuestros juegos y trabajos, nuestras alegrías y nuestras lágrimas-, lleguen a trocarse en “vida de Cristo”. Ningún símbolo expresará con más fuerza y con más profunda belleza este misterio que la marcha, la procesión. La procesión es, pues, -transfigurada en este profundo misterio de nuestra incorporación a Cristo-, el cumplimiento del consejo: “Ambula coram me et esto perfectus”. Camina en mi presencia y sé perfecto. ¡En las procesiones camina el Cuerpo Místico hacia su plenitud!
Pero este misterio se realizará tan sólo si marchamos en la plenitud de la veracidad. La marcha sólo tiene esa belleza de símbolo cuando se funda en la verdad, jamás cuando se inspira en la afectación y en la vanidad”.
 
Termino con un deseo fraterno, a la luz del testimonio de Guardini: que lo que anuncia este cartel sirva, un año más, para centrar más nuestras vidas en la Verdad, con mayúsculas, es decir, en Jesucristo, que atrae la mirada de nuestros corazones con el pan levantado en alto, para recordarnos día a día su entrega, ese prodigio, ese milagro de su amor extremo que no conoce límites.
 
¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
Francisco Juan Martínez Rojas

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